La barbería, era el
lugar de encuentro de los hombres antes de irse a sus labores, agrícola,
ganadera o del monte, o a la vuelta de esos trabajos, no solo para cortarse el
pelo, y afeitarse, también para socializar, igual que ahora en las peluquerías modernas
unisex. Con una brocha, jabón y agua caliente recogida de la cocinilla, se
bañaba la cara de los señores, a veces con una barba durísima, y después con
una navaja y gran destreza, entre chiste y chiste, se dejaba la cara con un masaje
final de Floyd como el culito de un bebé. Acabando el servicio con un Servidor
de Usted. La mayoría de las veces la barbería era el lugar de aseo de aquellos
señores, donde también se vendía brillantina y una colonia destilada en la misma
barbería con agua de lluvia y esencias.
En
Tragacete, antes de la barbería de la Plaza, la de mi padre, hubo al menos dos barberos, uno fue la barbería
del corzo, que según me corroboró Miguela era la de su cuñado Segundo, y
estaba situada en la que sigue siendo la casa de los corzos; y en el
callejón (ahora cerrado) se podía ver el interior por la ventana.
La otra
era la del tío Guillermo, el marido de la tía Librada, que estaba situada en la
casa que hace esquina enfrente del Gamo de arriba, como así me lo ha
confirmado su bisnieta Nuria.
La de mi
padre, al principio estuvo ubicada en casa de Lázaro el moña, hasta su establecimiento
definitivo en la Plaza, y su horario de trabajo podía abarcar desde las ocho de
la mañana hasta las doce de la noche, ya que los pastores o los agricultores madrugaban
o volvían tarde. Cualquier hora era buena para atenderlos.
Para
cobrar el método establecido era el de las igualas, que quiere decir que los
servicios de la semana se igualaban con una cantidad de grano del que se recogía
en las cosechas, por lo que se cobraba una vez al año; también se pagaba con
huevos, y por supuesto con dinero, algo que en aquella época escaseaba. El precio
del servicio a domicilio, para personas enfermas o impedidas, era el doble,
aunque mi padre nunca aplicó esa tarifa. Todavía recuerdo que existía un
cuaderno con los débitos, eran épocas difíciles.
La
barbería en la que yo me crié siempre estaba llena de gente, a cualquier hora.
Aún no había empezado la emigración a las ciudades. Cuando llegaban las fiestas
era tanta la afluencia de público que mi tío Leandro, subía de Cuenca para
ayudar a mi padre.
A mi
corta edad veía a la gente muy mayor, señores con barbas de varios días,
curtidos por el aire y el sol, para mí eran todos abuelos. Quizá por eso
siempre me han interesado las historias que oía contar sobre nuestro pueblo,
porque siempre andaba por medio, y siempre me produjo una enorme ternura el
mundo de los abuelos, por su experiencia
y a veces porque vivían en mundos diferentes, por haber perdido la cabeza,
que decían entonces, y yo pensaba: dónde la habrán dejado.
Había
una tabla con números para repartir turno, y una radio que, en aquellos años en
los que hasta pensar estaba prohibido, además de oír el parte oficial
por la noche, me contaban que si no quedaba ningún cliente sospechoso, que
pudiera delatar, se sintonizaba la famosa emisora Pirenaica, para conocer otra
versión diferente a la oficial sobre la situación política de nuestro país.
Mi padre, aprendiz de barbero desde su infancia en Cuenca, se estableció en Tragacete después de la guerra, hacia el año 45, viviendo exclusivamente de este oficio hasta los años 70 cuando comenzó el abandono de los pueblos buscando una vida mejor en la ciudad. Al mismo tiempo con la moda de los pelos largos al estilo Hippie y más tarde con las maquinillas, la gente ya no iba cada semana a afeitarse a la barbería, y tuvo que reinventarse. La barbería siguió funcionando hasta que se jubiló, aunque siguió atendiendo a sus clientes de toda la vida, no solo de Tragacete, sino de los pueblos de alrededor.
La
Diputación en un programa de recuperación de oficios perdidos, impulsado por
Miguel Romero, grabó un programa en el que entrevistaba a mi padre cuando tenía
90 años en el que habló de su trabajo y de su vida en el pueblo.
Lamentablemente la grabación se perdió y no se sabe donde está. Al menos tenemos
constancia gráfica de su último servicio, en el que, a sus 100 años, mi padre
le cortaba el pelo a su último cliente, Gregorio el hachero, de 90, con
la siguiente conversación:
─Aquí no
hay más barbero que tú.
─Cómo
dices.
─Que
aquí no hay más barbero que tú.
─Pues
no, no hay nadie, ni pa qué, si casi no hay gente en el pueblo.
─También
llevas razón.
Aunque
mis hermanos aprendieron el oficio, sus vidas discurrieron por otros derroteros.
A todos los peluqueros y barberos por su dedicación a pesar de las dificultades, y especialmente a mi padre: Francisco, EL ÚLTIMO BARBERO DE TRAGACETE.
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