Ahora
que está de moda la viruela ovina, me viene a la mente cuando no había tanto
control veterinario y los pastores pillaban las fiebres maltas (brucelosis).
Raro era el año que no había varios infectados con esas fiebres que podían
durar meses. Guardaban cama en reposo absoluto y casi siempre quedaban
secuelas. Se contagiaban a través de la leche de los animales, o por alguna
herida en contacto con el animal infectado.
En aquella época, recuerdo que había ovejas que se volvían ‘modorras’, que se les hacían los sesos agua, decían, y comenzaban a dar vueltas sin seguir al resto del ganado. Las sacrificaban, y como lo único que tenían enfermo era la cabeza, quiero suponer que la tiraban. Con el resto del animal hacían un ‘somarro’, o salón, que secaban al sereno en las ventanas más altas de la casa. Dicen que está muy bueno, no puedo dar fe porque al ver aquella pieza expuesta en las ventanas a modo de estandarte, me producía un ligero rechazo, por lo que creo no haberlo probado nunca.
En nuestro pueblo existen las expresiones ‘estar modorro’, o ‘ser un somarro’, para definir en el primer caso a alguien que no está en sus cabales, y en el segundo caso para decir que es un plasta, o pesado. Ambas expresiones de carácter despectivo.
Además, los ganaderos o pastores tenían una gran maestría como cirujanos y operaban incluso las cataratas de los animales, o lo que fuese aquello. No sé si es cierto, o me tomaban el pelo, cuentan que metiendo un imperdible tiraban y sacaban la telilla blanca de los ojos.
Las visitas del veterinario, o no existían, o eran mínimas, por lo que los dueños del ganado se tenían que ocupar de los partos o de las enfermedades que pudieran surgir.
Cuando yo era pequeña tuve una época en la que hice una breve incursión como ganadera. Mis primos, como sus padres eran ganaderos, tenían corderos a los que criaban con biberón si las madres parían dos crías, o simplemente no los querían amamantar.
Como cuando eres pequeño, tienes querencia a lo que los demás poseen, también yo quería tener un cordero al que criar. Mi primo Luciano me regaló un cordero recién nacido al que crie con esmero durante meses con un biberón, y todas las tardes lo visitaba para darle su ración. Me seguía a todas partes como si fuera su madre, ya que no había conocido a otra. Mi primo Santiago, que criaba otro, le enseñó al suyo a topar. Ambos estaban en la cuadra de mi prima María, y cada tarde, cuando íbamos a alimentarlos, teníamos que torear las envestidas del de Santiago.
El cordero fue creciendo, dejó de tomar leche, empezó a comer solo, volviendo entonces a su casa original con Luciano. Tras unos meses más ya estaba listo para su venta, y me dolió deshacerme de él.
Luciano hizo un negocio redondo con mi cordero, me lo regaló al nacer, después lo volvió a criar cuando ya no mamaba, y para finalizar lo vendió y me dio el dinero de la venta. Aquí terminó mi incursión en el negocio de la ganadería.
Dedico este relato a todos los sufridos ganaderos y, especialmente, a mis primos Luciano Sevilla y Santiago González, que nos dejaron demasiado pronto.
En aquella época, recuerdo que había ovejas que se volvían ‘modorras’, que se les hacían los sesos agua, decían, y comenzaban a dar vueltas sin seguir al resto del ganado. Las sacrificaban, y como lo único que tenían enfermo era la cabeza, quiero suponer que la tiraban. Con el resto del animal hacían un ‘somarro’, o salón, que secaban al sereno en las ventanas más altas de la casa. Dicen que está muy bueno, no puedo dar fe porque al ver aquella pieza expuesta en las ventanas a modo de estandarte, me producía un ligero rechazo, por lo que creo no haberlo probado nunca.
En nuestro pueblo existen las expresiones ‘estar modorro’, o ‘ser un somarro’, para definir en el primer caso a alguien que no está en sus cabales, y en el segundo caso para decir que es un plasta, o pesado. Ambas expresiones de carácter despectivo.
Además, los ganaderos o pastores tenían una gran maestría como cirujanos y operaban incluso las cataratas de los animales, o lo que fuese aquello. No sé si es cierto, o me tomaban el pelo, cuentan que metiendo un imperdible tiraban y sacaban la telilla blanca de los ojos.
Las visitas del veterinario, o no existían, o eran mínimas, por lo que los dueños del ganado se tenían que ocupar de los partos o de las enfermedades que pudieran surgir.
Cuando yo era pequeña tuve una época en la que hice una breve incursión como ganadera. Mis primos, como sus padres eran ganaderos, tenían corderos a los que criaban con biberón si las madres parían dos crías, o simplemente no los querían amamantar.
Como cuando eres pequeño, tienes querencia a lo que los demás poseen, también yo quería tener un cordero al que criar. Mi primo Luciano me regaló un cordero recién nacido al que crie con esmero durante meses con un biberón, y todas las tardes lo visitaba para darle su ración. Me seguía a todas partes como si fuera su madre, ya que no había conocido a otra. Mi primo Santiago, que criaba otro, le enseñó al suyo a topar. Ambos estaban en la cuadra de mi prima María, y cada tarde, cuando íbamos a alimentarlos, teníamos que torear las envestidas del de Santiago.
El cordero fue creciendo, dejó de tomar leche, empezó a comer solo, volviendo entonces a su casa original con Luciano. Tras unos meses más ya estaba listo para su venta, y me dolió deshacerme de él.
Luciano hizo un negocio redondo con mi cordero, me lo regaló al nacer, después lo volvió a criar cuando ya no mamaba, y para finalizar lo vendió y me dio el dinero de la venta. Aquí terminó mi incursión en el negocio de la ganadería.
Dedico este relato a todos los sufridos ganaderos y, especialmente, a mis primos Luciano Sevilla y Santiago González, que nos dejaron demasiado pronto.