Es una costumbre que seguimos manteniendo a lo largo de los años. Antiguamente, cuando la televisión aún no había irrumpido en nuestros hogares, existía la costumbre de trasnochar en casa de algún familiar o de algún vecino. En las largas noches invernales, se esmotaban judías al calor de la lumbre baja, se jugaba a las cartas y se contaban historias a los más pequeños de la casa. Esas historias iban pasando de generación en generación de manera oral.
Durante el verano, esa costumbre era la de salir a tomar el fresco. No había terrazas en los bares como ahora, y por eso cada vecino sacaba un asiento a la puerta y pasaban la trasnochada contando anécdotas. Los vecinos eran como familiares por el trato que había con ellos, ayudándose unos a otros en la medida de sus posibilidades.
Por las tardes, las mujeres también solían salir con su asiento a la calle, y su cesto de costura. En las casas la luz era muy pobre, y aprovechaban la luz del sol para zurcir, o para coser. Compraban retales de tela y se hacían sus sábanas, delantales; y otras veces jerséis para el invierno o ganchillo.
Con la llegada de la televisión, que se fue introduciendo poco a poco en la mayoría de los hogares, esa costumbre de reunirse continuó alrededor de ese aparato que generalmente se pagaba a plazos mediante letras. Recuerdo la cocina de casa llena, no sólo de familiares, también de los vecinos del pueblo que aún no tenían.
Actualmente se sigue saliendo al fresco, en la mayoría de los casos en la terraza del bar, aunque si nos damos una vuelta por la noche en la mayoría de los barrios continúa esa costumbre.
Que no se pierdan esas trasnochadas donde se intercambian conversaciones entre vecinos. El que tiene un buen vecino tiene un tesoro, y el que no, tiene un castigo.
Aprovechemos las últimas noches veraniegas que aún nos quedan.