viernes, 17 de mayo de 2024

LAS CASAS



 

Si nos fijamos en las casas más antiguas de Tragacete podemos comprobar que todas son de piedra o de toba, con viguería toda de madera en los techos interiores y con ventanas pequeñas, que en lugar de cristales llevaban una especie de tela encerada, y estaban protegidas por una buena rejería procedente del hierro que se forjaba en las herrerías.  
Las casas eran grandes por fuera y destartaladas por dentro, pero con las sucesivas particiones entre herederos se fueron haciendo cada vez más pequeñas.
No hay que retroceder mucho, apenas cien años, para que en ellas no encontremos ni luz, ni agua potable, algo que a muchos de nosotros nos resulta hoy en día inimaginable.
Casas sin cimentación, a base de cañizo, paja y yeso para los solaos, pero con unos muros enormes que sujetaban perfectamente la estructura, hechos a piedra seca o mezclando piedra con arena y cal. Las ventanas pequeñas permitiendo la entrada de luz pero intentando evitar el frío.
La parte baja de la casa estaba dedicada a los animales, eran las cuadras para los cerdos, mulos, ovejas, gallinas, conejos, etc., y la parte alta, como pajar donde se guardaba la paja, y el grano en una especie de cajones hechos de obra llamados atrojes, donde se almacenaba trigo, avena, cebada o centeno.
Únicamente la parte media de la vivienda estaba reservada al uso de sus moradores. Una cocina grande con una enorme chimenea de la que colgaban unas cadenas llamadas llares, para sujetar el caldero donde se preparaba la comida de los cerdos, que tras su crianza y sacrificio serviría para pasar el invierno.
A la escasa luz de la lumbre se añadía un utensilio de hierro llamado almenara en el que a modo de antorcha ardían unas teas alumbrando toda la estancia cuando anochecía.
Se acostaban pronto, “como las gallinas”, decían, al ocultarse el sol. Para ir a las habitaciones se encendían unos candiles con aceite y una torcida de hilo de algodón, y con las ascuas de la chimenea se llenaba un calentador de cobre o latón para calentar la cama, también se podía usar una piedra caliente envuelta en un trapo o una plancha de hierro, que aunque sólo tuvieran un traje no les gustaban las arrugas.
La comida se cocinaba en pucheros de barro, al orete de la lumbre, sujetos por soportes de hierro llamados cantos que evitaban su vuelco. Los leños también se cruzaban sujetos por los morillos.


Aquella estancia que hacía las veces de cocina, comedor, sala de estar, era la única que disponía de algo de calor procedente de la chimenea, aunque calor relativo porque para que la lumbre tirase bien y no hiciera humo tenía que haber corriente, con lo cual el calor no era excesivo.
Contaban que al arrimarse tanto a la lumbre se producía, a causa del calor directo, una erupción en la piel a la que llamaban cabras. Al mismo tiempo que se quemaban las piernas, los riñones y las partes traseras estaban congeladas.
Solía haber una sola habitación grande denominada sala, con una pequeña ventana, y dentro de la sala otras más pequeñas llamadas alcobas ya sin ventana, para evitar el frío.
En la parte de abajo los animales desprendían calor, y arriba, la paja y el grano también aislaban la parte habitada, ya que los tejados estaban a teja vana.
Las mujeres iban vestidas con varios sayos, que les llegaban hasta los pies. He llegado a conocer alguna mujer mayor que aún los llevaba. Parecía que estuvieran gordas de la cantidad de refajos que llevaban, si tenemos en cuenta que entonces estar delgado era señal de enfermedad o de pasar necesidad por falta de comida, y nadie quería estar famélico.
Los hombres con su traje de pana negra, parduzca por el uso, y las mujeres con pañuelos negros atados bajo la barbilla la mayoría, y otras lo pasaban por detrás de la nuca y lo anudaban por encima de la cabeza.
Por aquella época todo el mundo era viejo, desdentado, con un montón de arrugas de tanto trabajar en el campo de sol a sol, y así aunque tuvieran treinta años ya eran viejos.
Para que nosotros vivamos hoy mejor, hubo otros que nos precedieron y fueron abriendo camino. Mi padre decía: “los que hemos conocido las dos épocas somos privilegiados..., y aquellos pobrecicos que sólo conocieron la mala”.
También serían felices, porque no conocían otra cosa, ya que el ser humano se acomoda a las circunstancias y convive con ellas.

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