miércoles, 24 de noviembre de 2021

LA MATANZA

Durante los meses de Noviembre y Diciembre llegaba la época de la matanza.
Todo comenzaba en la primavera, con la adquisición de un lechón, un cerdito, o dos dependiendo de los miembros de la familia, que se criaría en la casa con la intención  de engordarlo para el sustento de la familia durante el año.
Se criaba de manera natural, sin piensos, con remolacha, patatas del huerto, harinilla, pulpa, gamones, etc.
Se preparaba un cocido en un enorme caldero que, la mayor parte del día, presidía la cocinilla, utensilio que se utilizaba para cocinar antes de la llegada del gas butano al pueblo. Y también, en otros sitios, en la lumbre baja del hogar. 
Debo decir, que olía bien, principalmente a verdura, y reconocer que saqué alguna patata y que estaba buena.
Después de alimentarlo durante unos cuantos meses, llegaba el fatídico día para el pobre animal, que hasta ese momento solo se había dedicado a comer, sin saber lo que el destino le deparaba.
Por la mañana temprano se colocaba una mesa de madera grande, la de matar el gorrino. 
Los encargados de organizar el ritual eran los hombres de la familia, casi siempre, junto con el matarife, que con un gancho agarraba al pobre cerdo y lo sacaba de la corte, que así se llamaba -por lo menos en Tragacete- la habitación del cerdo.
Entre todos lo sujetaban, lo subían a la mesa y el matarife asestaba una cuchillada en el cuello, el animal empezaba a desangrarse en un barreño, donde una de las mujeres recogía la sangre, dando vueltas con la mano sin parar para que no se cuajase. 
Había que saber bien la tarea, porque si no luego la sangre no servía para hacer las sabrosas morcillas. En mi familia la encargada era mi pobre madre, y menos mal que la matanza acabó por desaparecer, porque muchas veces pensaba que me tocaría ser la sustituta.
Los chillidos del cerdo eran bastante desagradables, daban mucha pena. Recuerdo taparme los oídos con la almohada, en la cama, para no escucharlos. Aunque se pasaba rápido, y no impedía que al poco rato estuviera comiendo algún trozo del rabito asado o de la oreja.
Una vez desangrado el animal, procedían al siguiente paso. En el suelo se hacía una lumbre con unos troncos, y socarraban el animal para eliminar todo el pelo. Después, otra vez a la mesa, y procedían a su lavado, con tobas para terminar con cualquier rastro de pelo. Debo decir que quedaba sumamente limpio.
Después, se procedía al despiece. 
Los hombres echaban mano de un porroncillo de aguardiente y de algún rollete para enfrentar las bajas temperaturas del crudo invierno serrano. Cuando ellos terminaban, tomaban el mando las mujeres.
Preparaban unas buenas gachas, y chichas para rematar la mañana.
Se cogían unas muestras para llevar al veterinario, que la mayoría de las veces, cuando las veía, ya se habían comido partes del cerdo. Menos mal que se criaban de manera natural, y no solían estar enfermos.
Como del cerdo todo se aprovecha, algunas mujeres iban al río a lavar las tripas, que luego servirían para hacer los embutidos, las más finas para chorizos y güeñas y las más gruesas para morcillas.
Cuando volvían del río, tenían preparado un chapurrao, una bebida para entrar en calor, pues imagino que después de estar en el río estarían bastante frescas.
Mientras las otras mujeres procedían al descarnado de las piezas que servirían para hacer la masa de los chorizos, aderezados con sus distintas especias.
Las costillas, lomos y huesos se adobaban para luego utilizarlos en cocidos y otros guisos.
Los jamones se salaban y prensaban, luego se colgaban para su curación.


Máquina de hacer chorizos




  








Se picaban las carnes en una máquina que llevaba unas cuchillas que luego se cambiaban por unos embudos para meter la carne en las tripas.
Debo reconocer que mi ayuda llegaba a darle a la manivela y atar chorizos.
Al día siguiente se hacían las morcillas, con cebolla frita, arroz, manteca de cerdo y la sangre.

Máquina de hacer morcillas

 













Esta vez se embutían con un artefacto de madera y un enorme embudo. Después se cocían en una gran caldera de cobre. La matanza era una fiesta, lograba reunir a familiares y amigos en buena armonía. Como se hacía en todas las casas se celebraban diferentes fiestas. Cuando los chorizos y morcillas se secaban, llegaba el momento del frito, y al finalizar se guardaba en orzas para pasar todo el año. Entonces no había frigoríficos, pero con las bajas temperaturas al guardarlo en aceite hacía que se conservara. Luego se llevaba el presente, una manera de agradecer a los que habían colaborado. Eran panes prestados, porque cuando hiciese otro la matanza, te lo devolvía.
Había una pieza que se llamaba "la magra del matador", que siempre le tocaba al matarife.
A todos los aguerridos, hombres y mujeres, que con su proceder llenaron las despensas y a todos los matarifes, los especialistas en la materia, y sobre todo a mi tío Eugenio, que durante muchos años fue uno de ellos.

miércoles, 10 de noviembre de 2021

EL PASTOREO

Reyes con su ganado en San Blas


 





"Ya se van los pastores
a la Extremadura
ya se queda la Sierra
triste y oscura..."

Así reza la canción para referirse a la trashumancia. Tragacete, desde siempre, se ha dedicado a la ganadería, oficio duro donde los haya, aunque ha cambiado mucho con respecto a otras épocas.
Los animales no entienden ni de fines de semana, ni de vacaciones: comen todos los días del año.
Recuerdo que, unos cuarenta años atrás, había pastores con poco ganado que se iban con un amo, el cual tenía más ovejas y posibles. Se ajustaban para San Miguel y marchaban a tierras más cálidas para pasar el invierno. Muchas veces por el sustento propio y el del ganado. Si era buen año y las ovejas criaban, ese era su beneficio.
Las condiciones en las que vivían en las fincas, por lo que me han contado, tampoco eran muy buenas: sin agua, había que ir a un pozo; sin luz, y para dormir alguna nave cercana al ganado, o con los animales.
Ahora han mejorado esas condiciones, las fincas están cerradas y, la mayoría, tienen casa en un pueblo cercano. Los que se quedan en la finca disponen de luz con  grupos electrógenos, y coches para poder desplazarse.
En la primavera volvían a la Sierra. Las parideras, aún queda alguna en pie, estaban en el campo. La mayoría a una distancia considerable. No venían todos los días al pueblo, se quedaban a dormir con el ganad0.
─Se ha ido con hato, decían.
Es decir, comida para aguantar unos días sin acudir al pueblo.
Debían caminar mucho, no recuerdo en aquella época a ningún pastor gordo. Actualmente todos disponen de vehículo y no hay distancias.
Cuando empezaba a refrescar, regresaban con los animales al pueblo, alojándolos en cuadras, que eran la parte baja de las casas.
Recuerdo las calles alfombradas de cagarrutas. Si el pastor era curioso, barría la calle, si no..., allí se quedaban. Y cuando llovía o nevaba, menudas estaban...
Con el progreso, también hemos avanzado en este aspecto. Con las condiciones favorables para la ganadería se fueron construyendo establos fuera del núcleo urbano, mucho más cerca que las parideras pero, en cierta medida, alejados del pueblo. Con lo cual ganó todo el mundo: los dueños de los animales y el resto de la gente.
Un recuerdo para todos ellos, los que no llegaron a disfrutar del progreso, que murieron conociendo únicamente la dura vida del pastoreo, y los de ahora, que sin dejar de ser pastores se han convertido en ganaderos.