Durante los meses de Noviembre y Diciembre llegaba la época de la matanza.
Todo comenzaba en la primavera, con la adquisición de un lechón, un cerdito, o dos dependiendo de los miembros de la familia, que se criaría en la casa con la intención de engordarlo para el sustento de la familia durante el año.
Se criaba de manera natural, sin piensos, con remolacha, patatas del huerto, harinilla, pulpa, gamones, etc.
Se preparaba un cocido en un enorme caldero que, la mayor parte del día, presidía la cocinilla, utensilio que se utilizaba para cocinar antes de la llegada del gas butano al pueblo. Y también, en otros sitios, en la lumbre baja del hogar.
Debo decir, que olía bien, principalmente a verdura, y reconocer que saqué alguna patata y que estaba buena.
Después de alimentarlo durante unos cuantos meses, llegaba el fatídico día para el pobre animal, que hasta ese momento solo se había dedicado a comer, sin saber lo que el destino le deparaba.
Por la mañana temprano se colocaba una mesa de madera grande, la de matar el gorrino.
Los encargados de organizar el ritual eran los hombres de la familia, casi siempre, junto con el matarife, que con un gancho agarraba al pobre cerdo y lo sacaba de la corte, que así se llamaba -por lo menos en Tragacete- la habitación del cerdo.
Entre todos lo sujetaban, lo subían a la mesa y el matarife asestaba una cuchillada en el cuello, el animal empezaba a desangrarse en un barreño, donde una de las mujeres recogía la sangre, dando vueltas con la mano sin parar para que no se cuajase.
Había que saber bien la tarea, porque si no luego la sangre no servía para hacer las sabrosas morcillas. En mi familia la encargada era mi pobre madre, y menos mal que la matanza acabó por desaparecer, porque muchas veces pensaba que me tocaría ser la sustituta.
Los chillidos del cerdo eran bastante desagradables, daban mucha pena. Recuerdo taparme los oídos con la almohada, en la cama, para no escucharlos. Aunque se pasaba rápido, y no impedía que al poco rato estuviera comiendo algún trozo del rabito asado o de la oreja.
Una vez desangrado el animal, procedían al siguiente paso. En el suelo se hacía una lumbre con unos troncos, y socarraban el animal para eliminar todo el pelo. Después, otra vez a la mesa, y procedían a su lavado, con tobas para terminar con cualquier rastro de pelo. Debo decir que quedaba sumamente limpio.
Después, se procedía al despiece.
Los hombres echaban mano de un porroncillo de aguardiente y de algún rollete para enfrentar las bajas temperaturas del crudo invierno serrano. Cuando ellos terminaban, tomaban el mando las mujeres.
Preparaban unas buenas gachas, y chichas para rematar la mañana.
Se cogían unas muestras para llevar al veterinario, que la mayoría de las veces, cuando las veía, ya se habían comido partes del cerdo. Menos mal que se criaban de manera natural, y no solían estar enfermos.
Como del cerdo todo se aprovecha, algunas mujeres iban al río a lavar las tripas, que luego servirían para hacer los embutidos, las más finas para chorizos y güeñas y las más gruesas para morcillas.
Cuando volvían del río, tenían preparado un chapurrao, una bebida para entrar en calor, pues imagino que después de estar en el río estarían bastante frescas.
Mientras las otras mujeres procedían al descarnado de las piezas que servirían para hacer la masa de los chorizos, aderezados con sus distintas especias.
Las costillas, lomos y huesos se adobaban para luego utilizarlos en cocidos y otros guisos.
Los jamones se salaban y prensaban, luego se colgaban para su curación.
Se picaban las carnes en una máquina que llevaba unas cuchillas que luego se cambiaban por unos embudos para meter la carne en las tripas.
Debo reconocer que mi ayuda llegaba a darle a la manivela y atar chorizos.
Al día siguiente se hacían las morcillas, con cebolla frita, arroz, manteca de cerdo y la sangre.
Esta vez se embutían con un artefacto de madera y un enorme embudo. Después se cocían en una gran caldera de cobre. La matanza era una fiesta, lograba reunir a familiares y amigos en buena armonía. Como se hacía en todas las casas se celebraban diferentes fiestas. Cuando los chorizos y morcillas se secaban, llegaba el momento del frito, y al finalizar se guardaba en orzas para pasar todo el año. Entonces no había frigoríficos, pero con las bajas temperaturas al guardarlo en aceite hacía que se conservara. Luego se llevaba el presente, una manera de agradecer a los que habían colaborado. Eran panes prestados, porque cuando hiciese otro la matanza, te lo devolvía.
Había una pieza que se llamaba "la magra del matador", que siempre le tocaba al matarife.
A todos los aguerridos, hombres y mujeres, que con su proceder llenaron las despensas y a todos los matarifes, los especialistas en la materia, y sobre todo a mi tío Eugenio, que durante muchos años fue uno de ellos.