Es un día de mediados del mes de noviembre.
Ya queda un poco lejos la festividad de su santo Patrón.
La nieve ha cubierto totalmente el pueblo, con más de veinte centímetros de inmaculada blancura.
Los vecinos, suelen reunirse -como era antigua costumbre parientes y amigos-, en algunos casos, porque ante las noches tan largas, el invernal solaz de que disfrutaban, mientras los varones hacían "pleita", (trenzado del esparto) y las mujeres bordados, ganchillo, medias, etc., Pasaban la trasnochada o bien leyendo -si alguno sabía, algún viejo texto- o contando episodios notables de la Reconquista.
A veces perturbaba la plácida quietud de los vecinos, el pavoroso aullido de las fieras salvajes, pobladoras de tan inaccesibles parajes.
No temáis -dice el tío Lino al sorprender las miedosas miradas de las mujeres de la tertulia, que, al amor de la lumbre baja, con potentes troncos, arden continuamente en la cocina-. No os asusten estos aullidos: nuestros rebaños están bien protegidos y guardados: no les podrán echar el diente los lobos, aunque bajaran hasta el pueblo.
Un pavoroso silencio reina en la, hasta hace unos momentos, animada tertulia porque...
─¿Notáis -dice la miedosa Tomasa-, que los aullidos se van oyendo cada vez más cerca...
─No creo que se atrevan los lobos a bajar hasta aquí...
Aunque trató de animarse el coloquio, ante la certeza de la observación de Tomasa, todos en tensión -unos menos y otros más- pasaron unos minutos que se fueron convirtiendo en ansiedad...
─Hagamos lo que otras veces -dijo el tío José-, encendamos una gran hoguera y huirán los lobos.
─Me parece bien, toda precaución es poca. Si de lo que vivimos es de nuestros rebaños y los lobos nos los destrozan...
Entre la espera y la duda, de si bajarían o no las fieras al pueblo -como otras veces había sucedido- pasaron unos minutos angustiosos. Los aullidos, cada vez más cerca , el tío Lino se asomó a la pequeña ventana que daba al campo y vio que una manada de lobos venía ya hacía el pueblo.
Ya no hay tiempo de encender hogueras -dijo-. Tomemos cuántas armas podamos y salgamos a ver si podemos detenerlos...
Los hombres, azorados, tomaron palos, horcas, trabucos y cuantos medios de defensa pudieron, saliendo, casi todos los vecinos del pueblo a la vez a hacer frente a la catástrofe que se les venía encima...
Una manada enorme de lobos empezó a deslizarse, pendiente abajo, lanzando feroces aullidos, confundidos con los gritos de las aterrorizadas mujeres, que, algunas, armadas de mazas y palos se atrevieron a unirse a los hombres...
Aquella invasión era imposible de vencer. Tras de una manada, venía otra, y otra, y otra...
Todas las fieras de la cordillera Celtibérica, se ve que se habían congregado para asolar el pueblo...
Había algunos lobos tan grandes, que bien podían volcar a los hombres y deshacerlos a dentelladas...
─¡Somos impotentes ante esto! -gritaron varios.
─¡San Miguel bendito: AMPÁRANOS...!
En esto, como una exhalación, vieron bajar en brioso corcel, al joven San Miguel que, con su espada, arremetía contra los lobos, sembrando entre las fieras una carnicería formidable.
Lobo que tocaba, lo partía en dos...
El fragor de la batalla, los gritos de las mujeres y aullidos de los lobos, cuando los principales animales habían caído, los otros huyeron hacia el monte, entre quejumbrosos aullidos...
Salvados los tragaceteños, dejando en la lid a sus invasores, tan gentilmente como había venido en blanco corcel, este divino legionario, partió ante la vista atónita de sus devotos y agradecidos tragaceteños.